domingo, 15 de noviembre de 2015

Amukan: 2. Epu troy


Epu troy: viaje accidentado.

Era un cóndor. Sus brazos florecían de plumajes, sus garras tenían la dureza de las piedras, una cresta roja coronaba su frente. Cruzaba el cielo sintiendo el viento recorrer cada extremo de su cuerpo. El sol lo acariciaba con rayos dorados. Bajo sus alas se abría un bosque verde de planicies y cerros; lagos anchos y ríos quebradizos. Sobre su cabeza, bandadas de cóndor volaban hacia un horizonte celeste. Supo que compartían algo y quiso acercarse. De pronto, sintió una perturbación. Redujo la velocidad y dio media vuelta. Vio una cortina gigante de humo oscureciendo el cielo y avanzando. Bajo la cortina salpicaban olas de líquido gris que ahogaban el bosque en un océano pantanoso.
Temió, y se precipitó de vuelta hacia los cóndor. No les daba alcance, e incluso parecían alejarse. Se preguntó si escapaban de la oscuridad o si su vuelo era atraído por algo más. Él no veía nada pero confiaba en ellos. A veces creía perder el equilibrio y tambaleaba; temía caer y deseaba apoyar sus patas. Y aún así continuó, pues sabía que esa misma fragilidad le daba la fuerza para volar.
Él llevaba el aire; el aire lo llevaba.
Poco a poco distinguió una cadena de montañas extendida en el horizonte. Advirtió cómo el bosque bajo sus garras daba paso a una inmensidad de desiertos de piedra y colinas. Creyó que sus fuerzas aumentaban pues se acercaba a los cóndor.
Eran ellos quienes iban más lento.
Entre montañas se reveló un volcán que exhalaba una espiral de humo. Los cóndor bordearon la superficie y se arrojaron adentro. Él los imitó, y al ingresar, la luz de lava lo encegueció. Se sintió asfixiado por el calor y el aire de granito, y perdió equilibrio. Se arrepintió e intentó regresar pero no podía sin viento. Comenzó a caer hacia el fuego, y en uno de sus intentos por regresar fue a dar dentro del humo. Cerró los ojos resignado a la muerte.
Y nada. Volvió a abrirlos. Caía por un túnel de girones de humo. De la capa densa brotaron pequeñas luces blancas; dos, cuatro, siete y más. Todas destellaban y creía ver señales, como si hablaran. La oscuridad de humo se hizo completa, y cuando se dio cuenta ya no caía.
Volaba por una noche de estrellas.
El silencio de la eternidad lo tranquilizó y continuó adelante. Quiso saber cómo y por qué, y sintió de su nuca salir dos ojos; supo hacia y de dónde. Una de las estrellas tras él parpadeó con mayor intensidad, y el comprendió el llamado. Bajó el vuelo y supo cómo pisar en la oscuridad. Caminó, y percibió que a cada paso sus plumas se replegaban, sus garras se alargaban y su cresta se fundía en la frente. Su espalda se enderezaba. Al llegar delante de la estrella era él mismo de nuevo, desnudo y libre.
Estaba a sus pies, pequeña y frágil. La tocó con la punta del pie. La luz quedó prendida a su piel y se movió al centro de su planta. Desde ahí explotó como ráfaga de luz por su cuerpo y sintió el vigor fluir, recargándolo con una energía desbordante. De sus pies surgió un grupo de ramas luminosas que se trenzó ante él formando un hombre alto.
Él y el hombre de luz se miraron en un instante eterno.
Las ramas entre ellos se cortaron y ambos se fueron alejando. Él corrió para alcanzarlo pero el hombre no estaba delante.
Estaba arriba, y él estaba cayendo.
Despertó.
Miguel iba sentado en un bus. Su madre dormía en el asiento del lado.
¿En qué momento dejamos la ciudad?
Lo pensó un rato pero no recordaba nada. Miró afuera la carretera y los campos envueltos en una niebla espectral. El sol del amanecer se filtraba como luz blanca, y el rocío brillaba sobre el pastizal. Su madre bostezó y abrió los ojos.
-Buenos días -le dijo ella, sonriendo con ternura.
-¿Cómo llegamos aquí?
-¿Qué quieres decir?
-Que cuándo subimos a este bus.
-Tú sabes.
-Debió ser en la madrugada...
-Tú lo viviste, recuérdalo.
Miguel reflexionó. Recordaría haber caminado a las cuatro de la mañana por los callejones iluminados por los viejos postes de luz. Habrían subido a la micro nocturna. El mendigo de la cuadra dormiría entre sus dos colchones y el grupo de José estaría bebiendo en la cancha de tierra.
No estarían, pensó Miguel. Hoy era el ataque a la comi.
Se sintió confundido y decidió olvidar el asunto. Sacó su aparato y comenzó a chatear. El bus continuó en viajando en línea recta por la carretera. Llegó a una curva, dobló, y se lanzó por un camino más estrecho. El sol se levantaba y el calor aumentaba apartando la neblina. A los ojos de Miguel se revelaron grupos de vacas y caballos pastando.
Es lo mismo que se ve en la tele, pensó.
La nueva carretera tenía muchas curvas y el bus viraba de un lado a otro. Los terrenos se hallaban protegidos por largas cercas de alambre, y al fondo se levantaban inmensas casonas de antigua construcción. Miguel sacó algunas fotos. Había prometido a sus amigos que llevaría imágenes de todo, aunque hasta el momento nada era muy impresionante. Mientras más avanzaban, las casonas fueron apareciendo más cercanas a la carretera y aparecieron como casas modernas. Las praderas amplias se encogían adoptando la forma de jardines.
-Estamos llegando al pueblo -dijo su madre.
En vez de alambres en las cercas, Miguel ahora veía murallas. Supo que entraron al pueblo cuando las casas aparecieron todas pegadas; eran de ventanas pequeñas, marcos gruesos y maderas viejas. Vio la acera quebrada, las paredes descascaradas, y uno o dos autos por las calles, y creyó estar en una población abandonada. El bus dobló en una esquina y llegó a una pequeña plaza de árboles altos. No transitaban más de diez personas.
-Una plaza de pobla -dijo, en voz alta.
-No, hijo. Este es el centro.
No pudo creerlo. En la ciudad, la plaza central siempre estaba repleta de gente caminando o amontonados viendo algún espectáculo de calle. Cuando Miguel cruzaba, evadía personas como si fueran obstáculos de un videojuego. Levantó la mirada y no vio los gigantescos edificios sino el cielo abierto, y a lo lejos, las cumbres de cerros llenos de árboles eucalipto. Sacó unas fotos.
El bus bordeó otra calle y entró al estacionamiento de una casa. Se detuvo. Se levantaron y bajaron. El auxiliar les pasó sus bolsos.
-Caballero, ¿en cuánto llega el transporte rural?
-En media hora.
El bus se fue y ellos, ahí solos, entraron en la casa. No había nadie. Dos largas bancas estaban juntas a las paredes amarillentas y a su lado se hallaba una vitrina pequeña. Miguel supuso que era la boletería, y sacó un par de fotos. Gruesas telarañas adornaban el techo, y los pisos y paredes impregnados de polvo acusaban el poco aseo. Se sentaron.
-Miguel, ¿comamos?
Su madre sacó del bolso un recipiente plástico con croquetas de falafel. A Miguel le encantaban. Solía llevar comidas veganas a la escuela. Su primer año allí, cuando era solo un niño pequeño, sus compañeros le preguntaron por qué no comía en el casino como todos. Él les contó que no consumía carne pues con su madre creían que así ayudaban a que se mataran menos animales en el mundo. Uno de los niños se rió y comenzó a molestarlo diciéndole que solo los hombres de verdad comen carne; si él no comía, es porque era una niñita. Miguel no esperó dos segundos para reventarle la cara a puñetazos. Esa vez lo llevaron castigado a Inspectoría y lo tuvieron ahí hasta que su madre lo recogió. La profesora le contó cuál fue el problema y su madre le dijo que tomaría las medidas necesarias.
Al salir de la escuela, ella le dio un beso en la frente.
Mientras almorzaban, Miguel advirtió que no había estado en tal silencio antes. Oía solo uno o dos autos pasar por afuera. Lo demás era el sonido al comer o alguna madera crujir. En la ciudad siempre había ruido. Si no se trataba de los autos corriendo o grupos de gente en boche, algún vecino se ponía a taladrar o martillar.
Después de un rato estacionó afuera una micro pequeña de paredes oxidadas y pintura descascarada. Miguel no había visto jamás un cacharro tan viejo. No se comparaba ni siquiera con la peor micro de la ciudad. Le sacó una foto al frente y al costado, y luego subió con su madre. Dejaron los bolsos en los asientos delanteros y ellos se ubicaron atrás. En cinco minutos el bus partió. El motor sonaba con mucho estrépito y todo el cacharro temblaba. Miguel pensó que se desarmaría en cualquier momento. Salieron del pueblo a la carretera otra vez.
De pronto, el bus se detuvo.
-¿Y eso? -preguntó Miguel.
El conductor se levantó del asiento y salió corriendo por la puerta. Su madre se paró, volteó la cabeza y ahogó un grito.
-¡Miguel! -dijo, apuntando por la ventana.
El chico vio afuera un grupo de encapuchados de negro y rojo montados a caballo. Llevaban banderas de colores en palos al hombro. Dieron vueltas alrededor del bus como atrapándolo en un círculo. Uno de ellos bajó de un salto y entró. Miguel sintió que podía ser una amenaza, se levantó y se irguió frente a él.
-¡Qué quieres!
-¡Chumuwlayayiñ rume tripapaimun!
No supo responder. No había escuchado antes un lenguaje así. No se parecía en nada al inglés. Miguel dio un paso adelante pero sintió la mano de su madre entre sus dedos.
-Hijo -le dijo ella, con un aire entre comprensivo y misterioso-, será mejor que bajemos.
Ambos caminaron a la puerta, y al pasar al lado, Miguel cruzó la mirada con el encapuchado. Sus ojos estaban arrugados como quien tiene rabia pero no buscaba pelear contra él.
Están enojados, pensó Miguel, y no es con nosotros.
Descendieron con sus mochilas y se ubicaron a la orilla del camino. El encapuchado manejó el bus y lo dejó atravesado a la carretera. En ese momento un auto venía por el camino, y al ver lo que ocurría, dio media vuelta y se regresó acelerando. Pronto apareció un camión acarreando grandes troncos en su parte trasera. Se detuvo e intentó retroceder pero los encapuchados saltaron encima, abrieron las puertas y obligaron al conductor a salir. El hombre escapó despavorido como si lo persiguiera la muerte.
-¡Desaten! –gritó uno, y la voz se corrió.
Algunos encapuchados subieron a la parte trasera del camión y soltaron las amarras. Los troncos rodaron por el camino. Miguel vio que otros sacaron latas de spray y escribieron en el camión y buses. Uno a caballo lanzó un fajo de papeles al aire. Miguel recogió uno.
-¿Qué dice?
-"Liberen al Wallmapu".
Dos encapuchados treparon postes de luz y extendieron gigantescos lienzos y banderas con leyendas escritas. Miguel estaba a punto de sacar unas fotos cuando, de pronto, oyó una sirena agua y apresurada. La había oído antes en la ciudad. Sabía de qué se trataba.
-Mamá, tenemos que salir de aquí.
Por la carretera apareció un gigantesco carro blindado. Los encapuchados comenzaron a gritar con un tono alto y agudo que sobresaltó a Miguel. Sintió que los gritos encendían su sangre y abrían sus ojos poniéndolo en alerta. Apenas el carro se acercó, apuntó con el cañón en su techo y descargó un potente chorro de agua contra ellos. Los caballos evadían el ataque. Algunos encapuchados bajaron y dieron un palmetazo en el culo a los caballos que escaparon por la carretera. Otros corrieron alrededor del carro blindando y le arrojaron bombas molotov. Uno de ellos trepó al techo con un enorme martillo de piedra y golpeó el cañón hasta averiarlo. Justo en ese instante llegó un bus blindado del cual bajó una tropa de gente con cascos y trajes protectores. A la espalda y entre los brazos llevaban grandes cañones y bazooka. Miguel sabía lo que vendría.
-Bombas lacrimógenas.
Comenzaron a disparar contra los encapuchados. Algunos esquivaban, otros seguían lanzando molotovs; otros llevaban en la mano unas cintas atadas a piedras que giraban en el aire y arrojaban contra los uniformados. De las bombas caídas emergía una nube blanca que comenzó a llenar el aire de gas tóxico. Miguel y su madre vieron la cortina de humo abalanzarse contra ellos y corrieron por la carretera. Dieron una vuelta al primer carro y vieron a las personas atacándose de lejos con disparos, y de frente dándose con palos y carabinas. Miguel volteó la mirada solo para encontrarse con uno de los hombres armados apuntándolo con una bazooka.
Disparó.


(AMULEAY...)

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