Epu troy: viaje accidentado.
Era un cóndor. Sus brazos florecían de plumajes, sus garras tenían la dureza de las piedras, una cresta roja coronaba su frente. Cruzaba el cielo sintiendo el viento recorrer cada extremo de su cuerpo. El sol lo acariciaba con rayos dorados. Bajo sus alas se abría un bosque verde de planicies y cerros; lagos anchos y ríos quebradizos. Sobre su cabeza, bandadas de cóndor volaban hacia un horizonte celeste. Supo que compartían algo y quiso acercarse. De pronto, sintió una perturbación. Redujo la velocidad y dio media vuelta. Vio una cortina gigante de humo oscureciendo el cielo y avanzando. Bajo la cortina salpicaban olas de líquido gris que ahogaban el bosque en un océano pantanoso.
Temió, y se precipitó de
vuelta hacia los cóndor. No les daba alcance, e incluso parecían alejarse. Se
preguntó si escapaban de la oscuridad o si su vuelo era atraído por algo más.
Él no veía nada pero confiaba en ellos. A veces creía perder el equilibrio y
tambaleaba; temía caer y deseaba apoyar sus patas. Y aún así continuó, pues
sabía que esa misma fragilidad le daba la fuerza para volar.
Él llevaba el aire; el
aire lo llevaba.
Poco a poco distinguió una
cadena de montañas extendida en el horizonte. Advirtió cómo el bosque bajo sus
garras daba paso a una inmensidad de desiertos de piedra y colinas. Creyó que
sus fuerzas aumentaban pues se acercaba a los cóndor.
Eran ellos quienes iban
más lento.
Entre montañas se reveló
un volcán que exhalaba una espiral de humo. Los cóndor bordearon la superficie
y se arrojaron adentro. Él los imitó, y al ingresar, la luz de lava lo
encegueció. Se sintió asfixiado por el calor y el aire de granito, y perdió
equilibrio. Se arrepintió e intentó regresar pero no podía sin viento. Comenzó
a caer hacia el fuego, y en uno de sus intentos por regresar fue a dar dentro
del humo. Cerró los ojos resignado a la muerte.
Y nada. Volvió a abrirlos.
Caía por un túnel de girones de humo. De la capa densa brotaron pequeñas luces
blancas; dos, cuatro, siete y más. Todas destellaban y creía ver señales, como
si hablaran. La oscuridad de humo se hizo completa, y cuando se dio cuenta ya
no caía.
Volaba por una noche de
estrellas.
El silencio de la
eternidad lo tranquilizó y continuó adelante. Quiso saber cómo y por qué, y
sintió de su nuca salir dos ojos; supo hacia y de dónde. Una de las estrellas
tras él parpadeó con mayor intensidad, y el comprendió el llamado. Bajó el
vuelo y supo cómo pisar en la oscuridad. Caminó, y percibió que a cada paso sus
plumas se replegaban, sus garras se alargaban y su cresta se fundía en la
frente. Su espalda se enderezaba. Al llegar delante de la estrella era él mismo
de nuevo, desnudo y libre.
Estaba a sus pies, pequeña
y frágil. La tocó con la punta del pie. La luz quedó prendida a su piel y se
movió al centro de su planta. Desde ahí explotó como ráfaga de luz por su
cuerpo y sintió el vigor fluir, recargándolo con una energía desbordante. De
sus pies surgió un grupo de ramas luminosas que se trenzó ante él formando un
hombre alto.
Él y el hombre de luz se
miraron en un instante eterno.
Las ramas entre ellos se
cortaron y ambos se fueron alejando. Él corrió para alcanzarlo pero el hombre
no estaba delante.
Estaba arriba, y él estaba
cayendo.
Despertó.
Miguel iba sentado en un
bus. Su madre dormía en el asiento del lado.
¿En qué momento dejamos la ciudad?
Lo pensó un rato pero no
recordaba nada. Miró afuera la carretera y los campos envueltos en una niebla
espectral. El sol del amanecer se filtraba como luz blanca, y el rocío brillaba
sobre el pastizal. Su madre bostezó y abrió los ojos.
-Buenos días -le dijo
ella, sonriendo con ternura.
-¿Cómo llegamos aquí?
-¿Qué quieres decir?
-Que cuándo subimos a este
bus.
-Tú sabes.
-Debió ser en la
madrugada...
-Tú lo viviste,
recuérdalo.
Miguel reflexionó.
Recordaría haber caminado a las cuatro de la mañana por los callejones iluminados
por los viejos postes de luz. Habrían subido a la micro nocturna. El mendigo de
la cuadra dormiría entre sus dos colchones y el grupo de José estaría bebiendo
en la cancha de tierra.
No estarían, pensó Miguel. Hoy era el ataque a la comi.
Se sintió confundido y
decidió olvidar el asunto. Sacó su aparato y comenzó a chatear. El bus continuó
en viajando en línea recta por la carretera. Llegó a una curva, dobló, y se
lanzó por un camino más estrecho. El sol se levantaba y el calor aumentaba
apartando la neblina. A los ojos de Miguel se revelaron grupos de vacas y
caballos pastando.
Es lo mismo que se ve en la tele, pensó.
La nueva carretera tenía
muchas curvas y el bus viraba de un lado a otro. Los terrenos se hallaban
protegidos por largas cercas de alambre, y al fondo se levantaban inmensas
casonas de antigua construcción. Miguel sacó algunas fotos. Había prometido a
sus amigos que llevaría imágenes de todo, aunque hasta el momento nada era muy
impresionante. Mientras más avanzaban, las casonas fueron apareciendo más cercanas
a la carretera y aparecieron como casas modernas. Las praderas amplias se encogían
adoptando la forma de jardines.
-Estamos llegando al
pueblo -dijo su madre.
En vez de alambres en las
cercas, Miguel ahora veía murallas. Supo que entraron al pueblo cuando las casas
aparecieron todas pegadas; eran de ventanas pequeñas, marcos gruesos y maderas
viejas. Vio la acera quebrada, las paredes descascaradas, y uno o dos autos por
las calles, y creyó estar en una población abandonada. El bus dobló en una
esquina y llegó a una pequeña plaza de árboles altos. No transitaban más de
diez personas.
-Una plaza de pobla -dijo,
en voz alta.
-No, hijo. Este es el
centro.
No pudo creerlo. En la
ciudad, la plaza central siempre estaba repleta de gente caminando o
amontonados viendo algún espectáculo de calle. Cuando Miguel cruzaba, evadía
personas como si fueran obstáculos de un videojuego. Levantó la mirada y no vio
los gigantescos edificios sino el cielo abierto, y a lo lejos, las cumbres de
cerros llenos de árboles eucalipto. Sacó unas fotos.
El bus bordeó otra calle y
entró al estacionamiento de una casa. Se detuvo. Se levantaron y bajaron. El
auxiliar les pasó sus bolsos.
-Caballero, ¿en cuánto
llega el transporte rural?
-En media hora.
El bus se fue y ellos, ahí
solos, entraron en la casa. No había nadie. Dos largas bancas estaban juntas a
las paredes amarillentas y a su lado se hallaba una vitrina pequeña. Miguel
supuso que era la boletería, y sacó un par de fotos. Gruesas telarañas
adornaban el techo, y los pisos y paredes impregnados de polvo acusaban el poco
aseo. Se sentaron.
-Miguel, ¿comamos?
Su madre sacó del bolso un
recipiente plástico con croquetas de falafel. A Miguel le encantaban. Solía
llevar comidas veganas a la escuela. Su primer año allí, cuando era solo un
niño pequeño, sus compañeros le preguntaron por qué no comía en el casino como
todos. Él les contó que no consumía carne pues con su madre creían que así
ayudaban a que se mataran menos animales en el mundo. Uno de los niños se rió y
comenzó a molestarlo diciéndole que solo los hombres de verdad comen carne; si
él no comía, es porque era una niñita. Miguel no esperó dos segundos para
reventarle la cara a puñetazos. Esa vez lo llevaron castigado a Inspectoría y
lo tuvieron ahí hasta que su madre lo recogió. La profesora le contó cuál fue
el problema y su madre le dijo que tomaría las medidas necesarias.
Al salir de la escuela,
ella le dio un beso en la frente.
Mientras almorzaban,
Miguel advirtió que no había estado en tal silencio antes. Oía solo uno o dos
autos pasar por afuera. Lo demás era el sonido al comer o alguna madera crujir.
En la ciudad siempre había ruido. Si no se trataba de los autos corriendo o
grupos de gente en boche, algún vecino se ponía a taladrar o martillar.
Después de un rato estacionó
afuera una micro pequeña de paredes oxidadas y pintura descascarada. Miguel no
había visto jamás un cacharro tan viejo. No se comparaba ni siquiera con la
peor micro de la ciudad. Le sacó una foto al frente y al costado, y luego subió
con su madre. Dejaron los bolsos en los asientos delanteros y ellos se ubicaron
atrás. En cinco minutos el bus partió. El motor sonaba con mucho estrépito y
todo el cacharro temblaba. Miguel pensó que se desarmaría en cualquier momento.
Salieron del pueblo a la carretera otra vez.
De pronto, el bus se
detuvo.
-¿Y eso? -preguntó Miguel.
El conductor se levantó
del asiento y salió corriendo por la puerta. Su madre se paró, volteó la cabeza
y ahogó un grito.
-¡Miguel! -dijo, apuntando
por la ventana.
El chico vio afuera un
grupo de encapuchados de negro y rojo montados a caballo. Llevaban banderas de
colores en palos al hombro. Dieron vueltas alrededor del bus como atrapándolo
en un círculo. Uno de ellos bajó de un salto y entró. Miguel sintió que podía
ser una amenaza, se levantó y se irguió frente a él.
-¡Qué quieres!
-¡Chumuwlayayiñ rume
tripapaimun!
No supo responder. No
había escuchado antes un lenguaje así. No se parecía en nada al inglés. Miguel
dio un paso adelante pero sintió la mano de su madre entre sus dedos.
-Hijo -le dijo ella, con
un aire entre comprensivo y misterioso-, será mejor que bajemos.
Ambos caminaron a la puerta,
y al pasar al lado, Miguel cruzó la mirada con el encapuchado. Sus ojos estaban
arrugados como quien tiene rabia pero no buscaba pelear contra él.
Están enojados, pensó Miguel, y no es con nosotros.
Descendieron con sus
mochilas y se ubicaron a la orilla del camino. El encapuchado manejó el bus y
lo dejó atravesado a la carretera. En ese momento un auto venía por el camino,
y al ver lo que ocurría, dio media vuelta y se regresó acelerando. Pronto
apareció un camión acarreando grandes troncos en su parte trasera. Se detuvo e
intentó retroceder pero los encapuchados saltaron encima, abrieron las puertas
y obligaron al conductor a salir. El hombre escapó despavorido como si lo
persiguiera la muerte.
-¡Desaten! –gritó uno, y
la voz se corrió.
Algunos encapuchados
subieron a la parte trasera del camión y soltaron las amarras. Los troncos
rodaron por el camino. Miguel vio que otros sacaron latas de spray y
escribieron en el camión y buses. Uno a caballo lanzó un fajo de papeles al
aire. Miguel recogió uno.
-¿Qué dice?
-"Liberen al
Wallmapu".
Dos encapuchados treparon
postes de luz y extendieron gigantescos lienzos y banderas con leyendas
escritas. Miguel estaba a punto de sacar unas fotos cuando, de pronto, oyó una
sirena agua y apresurada. La había oído antes en la ciudad. Sabía de qué se
trataba.
-Mamá, tenemos que salir
de aquí.
Por la carretera apareció
un gigantesco carro blindado. Los encapuchados comenzaron a gritar con un tono
alto y agudo que sobresaltó a Miguel. Sintió que los gritos encendían su sangre
y abrían sus ojos poniéndolo en alerta. Apenas el carro se acercó, apuntó con
el cañón en su techo y descargó un potente chorro de agua contra ellos. Los
caballos evadían el ataque. Algunos encapuchados bajaron y dieron un palmetazo
en el culo a los caballos que escaparon por la carretera. Otros corrieron
alrededor del carro blindando y le arrojaron bombas molotov. Uno de ellos trepó
al techo con un enorme martillo de piedra y golpeó el cañón hasta averiarlo.
Justo en ese instante llegó un bus blindado del cual bajó una tropa de gente
con cascos y trajes protectores. A la espalda y entre los brazos llevaban
grandes cañones y bazooka. Miguel sabía lo que vendría.
-Bombas lacrimógenas.
Comenzaron a disparar
contra los encapuchados. Algunos esquivaban, otros seguían lanzando molotovs;
otros llevaban en la mano unas cintas atadas a piedras que giraban en el aire y
arrojaban contra los uniformados. De las bombas caídas emergía una nube blanca
que comenzó a llenar el aire de gas tóxico. Miguel y su madre vieron la cortina
de humo abalanzarse contra ellos y corrieron por la carretera. Dieron una
vuelta al primer carro y vieron a las personas atacándose de lejos con
disparos, y de frente dándose con palos y carabinas. Miguel volteó la mirada
solo para encontrarse con uno de los hombres armados apuntándolo con una
bazooka.
Disparó.
(AMULEAY...)
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