Küla troy: la leyenda
del Pillan.
Disparó.
La mujer saltó sobre Miguel y lo
proyectó al piso justo cuando la bomba cruzaba sobre sus cabezas. Se levantó,
tiró del brazo de su hijo y ambos corrieron bordeando el bus. El aire tóxico
los ahogaba. Una picazón les llegó a la nariz y comenzaron a estornudar. Sus
ojos les ardían y se les llenaron de lágrimas que les borraba la visión. Uno de
los uniformados venía contra ellos y se lanzó con los brazos abiertos. Lo
esquivaron, pero el hombre agarró a la mujer de una pierna. Miguel pisó la mano
del hombre repetidas veces hasta que la soltó y continuaron, pasaron al lado de
los caballos y se alejaron de la batalla. Los disparos de lacrimógenas, las
explosiones de molotovs, la sirena estridente; todo el ruido se iba
convirtiendo en un eco distante. Cuando ya estaban retirados del peligro, se
detuvieron. Miguel dejó caer el bolso en el pavimento y respiró aliviado. Su
madre hizo lo mismo y se agachó tomando la cara de su hijo entre sus manos.
-¿Te encuentras bien?
-No me pasó nada, mamá. ¿Y a ti?
-Todo bien.
Ella sonrió y lo besó en la
frente.
-Gracias por salvarme.
Reaccionaste muy rápido.
-Estoy acostumbrado –dijo él, con
una sonrisa altiva.
La mujer adoptó una expresión
seria.
-Espero que no te hayas ido a
meter a las protestas de la población…
Se levantó y quedó observando la
batalla lejana. El humo de las lacrimógenas se expandía como una cortina gigante.
Ya no veían los carros y ni la batalla.
-Mamá, ¿qué fue todo eso?
-Es una protesta de la gente de
este lugar.
-¿Por qué pelean?
-Es largo. Te explicaré cuando
lleguemos donde los abuelos.
Miguel guardó silencio. Aún tenía
en su mano el papel que le pasaron. Lo dejó en su bolsillo.
¿Quién
será Wallmapu?, pensó.
-¿Y ahora? –preguntó.
-Ahora tenemos que seguir.
-No hay bus, y en esta carretera
no pasa nadie.
-Por mientras, caminaremos.
Miguel se palpó los bolsillos.
-¡Mi aparato! ¡Lo perdí en la
batalla!
-¿Cuál aparato?
-Tú sabes: chateaba, jugaba, iba
sacando fotos…
-Era el que te dieron en la
escuela por tener las mejores notas, ¿no?
Miguel desvió la mirada y
asintió.
-No te aflijas –le dijo ella-.
Las cosas van y vienen. Lo importante es que estamos bien.
Se arrimaron las mochilas e
iniciaron el trayecto. Lo que en el bus parecía un par de vueltas, caminando se
les hizo eterno. La carretera adelante y atrás no tenía fin, y a Miguel le daba
la impresión de que no avanzaban. Parecía que el paisaje no cambiaba: siempre
cercas de alambre, siempre campos abiertos y filas de eucaliptos. Pronto
hallaron un desvío por un camino de tierra.
-Es por acá.
Salieron de la carretera y se
internaron. Sus pasos crujían en la senda de tierra y piedras. Las cercas de
alambre estaban recubiertas por tantos espinos que más parecía que ellos
resguardaban los terrenos. El sol estaba en pleno cielo e infundía todo de una
luz que los cegaba. Miguel caminaba algo afligido por perder su aparato. Los nuevos
paisajes le estaban llamando la atención y no tenía cómo capturar el momento.
Además, perdió el contacto con todos sus amigos. No podría hablar con ellos
hasta el regreso a la escuela.
Continuaron. A ratos tenían que
subir pendientes para volver a bajarlas, doblar a izquierda y derecha; la
caminata se extendía por horas y no era fácil llevando una mochila montañera,
pero Miguel no flaqueaba. Podía soportarlo, y por último se obligaba a hacerlo.
Una camioneta cruzó a su lado levantando una nube de polvo que los sofocó. Poco
a poco, los terrenos pelados dieron paso a hectáreas repletas de árboles, y estuvieron
rodeados de un paisaje de alto verde. Miguel no había visto nunca tanta
vegetación.
-Estamos pasando por un bosque –dijo,
asombrado.
-No, hijo, son plantaciones.
-¿Cuál es la diferencia?
-Fíjate en los árboles.
Miguel advirtió que todos eran
pinos de los que surgía un aroma ácido. Bajo los troncos, solo tierra seca.
-Los bosques crecen naturalmente
–siguió ella- y conviven muchísimos tipos de árboles. Las plantaciones los
instalan las personas y son de un solo tipo.
-¿Cómo bosques artificiales?
-Algo así.
-¿Por qué no ponen sólo bosques?
En ese instante escucharon un
traqueteo a sus espaldas. Giraron y vieron acercarse un caballo tirando de un
carretón con neumáticos. En el interior iba sentado un viejo de chaleco azul
sosteniendo de las riendas. La madre de Miguel le hizo señas.
-¡Don González! –exclamó ella-.
¿Me recuerda?
El carretón se detuvo. El hombre
entrecerró la mirada.
-¿Lucrecia?
-¡Cómo está!
-¡La pequeña Lucrecia!
El viejo bajó al camino y se
abrazó a ella.
-¡No puedo creerlo, niña! ¡Estás
muy grande!
-Usted se ve bastante bien.
-¡Por favor! –dijo el viejo-. Yo
me estoy avejentando no más. ¿Y qué haces aquí en medio del camino?
-Vamos a ver a mis papás.
-¡Yo paso por ahí! ¡Suban!
Mientras hablaban, Miguel
contempló al caballo. Alto, de pelaje café, permanecía firme moviendo su cabeza
y cola con serenidad. Había visto los caballos en la protesta pero por la
adrenalina del momento no los contempló con detalle.
Sus
ojos,
pensó Miguel.
Cuando era más niño, en la
escuela le enseñaban caricaturas de caballos. Todos tenían grandes ojos y
mostraban expresiones humanas de alegría y tristeza. Esto era distinto. El
animal tenía ojos pequeños y muy negros. Sostenía una mirada solemne que no
parecía observar a nadie ni a nada, como si no expresara emoción. Las retinas
oscuras tenían una profundidad como de lagos.
-Miguel, vamos.
Su madre y don González ya
estaban en el carretón. Miguel les pasó su mochila y sintió de inmediato el
alivio en su espalda. Subió, y se sentó en un cubo de paja en el interior.
Estaban rodeados de esos cubos y de sacos de harina. Don González arreó al
caballo y comenzaron a andar.
-¿Y cómo va la vida en la gran
ciudad? –preguntó el viejo.
-Muy agitada –respondió
Lucrecia-. Hay mucho trabajo, pero también mucha delincuencia.
-Eso pasa allá.
-Es muy diferente a esta vida.
-¡Tanto tiempo desde que te
fuiste! ¡Eras solo una chiquilla, y ahora eres toda una mujer, y más encima
madre!
Avanzaron un par de horas por el
camino zigzageante. Cruzaron varios puentes pequeños de riachuelos susurrando
el agua entre las piedras. Otra camioneta pasó dejando polvareda. La madre de
Miguel y don González conversaban recordando anécdotas, fiestas y vecinos borrachos,
corderos escapando y caballos desbocados.
-No hay como la quietud del
campo… –suspiró don González.
-Pero hace un rato atrás vimos
una protesta –acotó Miguel.
-¡Esos vándalos! ¡Solo enfurecen
al Pillán!
-¿Quién?
-El Pillán. ¿Tu mamá no te contó
la leyenda del Pillán?
Miguel miró a su madre. Había
desviado la cabeza y miraba las plantaciones. El niño pensó si lo estaría
haciendo a propósito para no atender a don González.
-No creo en las leyendas –dijo
Miguel.
-¡Deberías creer! –dijo el
viejo-. Es una leyenda de tiempos inmemoriales. Antes, cuando todo era pura
oscuridad, los primeros dioses crearon los mundos de arriba y abajo, y para eso
crearon seres que los ayudaran. Uno de ellos era el Pillan. Su cuerpo está
constituido de fuego y rocas, y tiene una fuerza sobrenatural. Tiene el poder de
manipular los relámpagos y las llamas. Hay quienes dicen que él los crea.
Miguel sonrió con ironía.
¿Creerá
que me tragaré ese cuento?, pensó. Puras
babosadas para niños.
-Parece muy poderoso… -dijo,
desinteresado.
-Lo es, pero es un ser maligno.
-¿Por qué?
-El Pillan ofendió a los primeros
seres, y éstos lo castigaron arrojándolo al mundo de abajo: ¡este mundo! Desde
entonces el Pillan vive atrapado en lo profundo de los volcanes lleno de odio y
resentimiento. A veces intenta escapar para vengarse y su forcejeo provoca
terremotos que sacuden la tierra, sus brazos son la lava que surge de los
volcanes, sus gritos son las tormentas que agitan los bosques; los relámpagos,
sus dientes que descargan incendios.
-Entonces ha escapado.
-No, solo lo intenta. La rogativa
de la gente lo detiene.
-¿Cómo?
-Para calmar su ira, la gente de
aquí lo honra haciéndole ruegos, pidiéndole que se tranquilice. Cuando la gente
no sigue sus reglas, él comienza a explotar.
-Impone miedo –concluyó Miguel-. Entonces
es un tirano.
-Ese es el Pillán, y la gente no le
queda más que honrarlo.
-¿Y qué tiene que ver con la
protesta?
-Esos vándalos solo causan
disturbios. Así se desequilibra este lugar, y ya ha pasado mucho tiempo desde
que el Pillán no se manifiesta. Creo que pronto puede despertar…
Miguel resopló. Nadie le iba a
meter miedo con un cuento para niños. Volvió a mirar a su madre quien seguía
con la cabeza volteada.
¿Por
qué no dirá nada?
Don González detuvo el carretón.
-Llegamos.
(AMULEAY…)