domingo, 15 de noviembre de 2015

Amukan: 1. Kiñe troy

"hijo de dos sangres enemigas (...) Contra todos deberás luchar y tu lucha será triste porque pelearás contra una parte de tu propia sangre (...) tú eres mi única herencia."
-Los Reinos Originarios. Carlos Fuentes-.

Kiñe troy: vacaciones.

Se aprestaba a su destino a la velocidad del relámpago. Azotó las riendas y el caballo aceleró. Desde los árboles, bajo la maleza, figuras sombrías vigilaban con ojos sedientos de sangre. Saltaban gritando como bestias, y él daba espadazos a diestra y siniestra con movimientos que destellaban. Azotó las riendas una vez más. Arroyaba con la espesura, atravesando el bosque como un relámpago afilado. Quedaba poco tiempo.
-¡Ahora sí! -susurró.
-Ahora sí, ¿qué?
Todo el mundo se congeló. Había apretado el botón de pausa, esperando que el profesor no se percatara.
-¿Qué haces, Diego?
-Nada...
-Enseña lo que tienes en las manos.
Diego levantó el aparato y el profesor se lo quitó. Lo expuso toda la clase.
-¡Miren al niñito jugando mariobros!
Todos estallaron en carcajadas. El profesor se giró hacia Diego.
-Tienes doce años -le dijo-. Ya estás dejando de ser un niño. Empieza a relacionarte menos con pantallas y más con personas.
El viejo bufó y continuó la clase. Los compañeros aprovecharon la distracción y le dieron a Diego unos palmetazos en la cabeza. Al otro extremo de la sala, Miguel observó cómo su amigo agachaba la mirada.
La última hora escolar del año transcurría a la velocidad del caracol. Ese día Miguel no quería ir, pero correspondía. El calor del mediodía sofocaba la ciudad y los chicos bajo el uniforme se ahogaban. Cuando tocaron la campana ninguno reprimió su alegría; gritos, saltos, cuadernos y mochilas volando. Comenzaban las vacaciones.
-Hasta la próxima -dijo el profesor-. Y aprovechen su tiempo.
-¡Chao, profe! ¡jajaja!
La tropa de chicos salió corriendo de la sala. Miguel se encontró afuera con Gabriel.
-¡Qué tal, Migue!
-Feliz. Por fin vacaciones.
En ese instante los dos oyeron gritos de burlas. Vieron un grupo de chicos formados en círculo y se acercaron. En medio estaba Diego, llevado por empujones de un lado a otro.
-¡Mira, va a llorar! ¡Jajaja! ¡Va a llorar!
-¡Jajaja! ¡Hasta los viejos se ríen de ti en clase!
Miguel se abrió paso apartando a la gente y se ubicó en el centro del círculo. Miró a todos los ojos desafiantes. Todos callaron.
-Diego, levanta la cabeza -le dijo-. Vamos.
Salieron del círculo y caminaron. Bajaron al patio central.
-¿Hasta cuándo dejarás que esos pelmazos te molesten?
-Son muchos... no puedo contra todos juntos...
-Entonces pégale a uno. ¡Defiéndete!
-Saltan dos más a pegarme.
-¡Entonces sigue pegándole!
Diego asintió. Miguel sonrió y le puso una mano en el hombro.
-Último día, nadie se enoja.
-Chicos -dijo Gabriel-, tengo que ir a cuidar a mi hermanita.
-Muy bien. Vámonos.
Cruzaron el patio central y salieron por la reja de la escuela. En la calle los autos pasaban relampagueando. El pavimento ardía bajo los pies y el sol resplandecía tras una nube gigante de contaminación que cubría el cielo entero. Los muchachos caminaron al paradero y subieron a uno de los muchos microbuses llenos de gente.
-¿Qué harán estas vacaciones? -preguntó Gabriel.
-Yo iré al campo de mis abuelos -dijo Miguel.
-¿El campo? ¡Pff! ¡Aburrido!
-No tengo otra opción.
El bus avanzó por calles repletas de autos. Los edificios se alzaban como gigantes de cemento que tapaban el cielo. Las bocinas no dejaban de chillar y los muchachos apenas respiraban entre tanto oficinista. En una hora, el bus salió del centro de la ciudad para ir a una zona de poblaciones: allí las calles estaban más libres y las casas formaban horizontes de tejados. Miguel llegó a su parada y presionó el botón de detención. Se despidió de Gabriel y bajó con Diego.
-¿Cuándo te vas? -preguntó Diego, cuando el bus ya se iba.
-Mañana en la madrugada.
-Bueno, que te vaya bien.
-Gracias. Tú también cuídate, ¡y no te dejes!
Diego se alejó por la acera. Miguel dio media vuelta y bajó a la calzada para atravesar la calle.
Y entonces ocurrió.
Ante Miguel apareció una muchacha vestida de un largo traje negro. De su pecho colgaban adornos de plata destellantes. Llevaba en la cabeza un pañuelo con cintas de colores y en la frente un cintillo de plata.
Iba descalza.
Miguel arrugó una ceja. La muchacha alzó la mano delante y un viento impetuoso sopló de ella y lo empujo. Él salió disparado hacia atrás, tropezó con la acera y cayó de espalda. Levantó la cabeza, dispuesto a retar a la chica, pero no la vio más. Frente a él pasaba un caballo blanco llevando a un jinete de túnica blanca y casco dorado. Sus piernas ibas revestidas de botas de oro. Miguel advirtió que el jinete lo miró tras la capucha y siguió la carrera por la calzada, desvaneciéndose en el aire.
-¡Miguel! -dijo Diego, corriendo hacia él-. ¿Estás bien?
Miguel movía los labios pero no le salía la voz.
-¡Oye! ¡Qué pasa!
Miguel sacudió la cabeza y lo miró extrañado.
-¿¡Viste eso!? -exclamó.
-¿Qué cosa?
-¡La chica! ¡El jinete!
Diego observó la calle de un lado a otro.
-No... no hay nada...
-¡No puede ser!
Se levantó de un salto y bajó a la calzada. Miró a todos lados, buscó huellas, alguna cinta de color. No encontró nada. Solo estaban ellos y el paradero.
-No puedo creerlo -dijo Miguel-. Lo vi, lo sentí...
-¿Qué viste?
Miguel negó con la cabeza y miró a su amigo.
-Nada.
-Pero, ¿estás bien?
-Sí, tranquilo -dijo, dubitativo-. Mejor me voy. Nos vemos.
Miguel cruzó la calle y se internó en una población. Los perros tras las cercas ladraban a todos los que pasaban. Los gatos sobre los tejados vigilaban con cautela. Algunas personas barrían el antejardín o regaban sus plantas. Un grupo de niños jugaba persiguiendo una pelota. Miguel salió de la población por un camino de tierra y llegó a una zona desértica repleta de mediaguas de lata. Aunque las miserables casas le dieran algo de pena, siempre tomaba ese atajo. Pensaba que ir por otro lado sería negar su realidad. De los cerros de basura escapaba un hedor podrido. Lo perros esqueléticos se peleaban los restos de comida. Las ventanas de nailon no aislaban los gritos familiares, la loza quebrándose en las paredes y los llantos de mujeres y niños. Miguel sabía que la única comida que tendrían sería el pan con azúcar y el arroz encebollado.
Sin embargo, ese día la mente de Miguel estaba en otro lado.
La chica, el caballo, el jinete, pensaba. Fue muy real. No pudo ser una ilusión.
Creía aún sentir el poderoso viento. No se explicaba cómo lo habían proyectado con tanta fuerza. La vez que más se le pareció fue en quinto básico, cuando enfrentó a dos matones de octavo. Después de repartirse puñetazos toda la tarde, uno de los chicos tacleó a Miguel y lo arrojó contra una muralla. Él se levantó y le dio un puntapié en el mentón que tiró al enemigo al suelo. Esa fue la vez que se corrió la voz del muchacho que sostenía largas peleas con gente de cursos mayores. Miguel impuso temor y admiración en la escuela. En la población su nombre ya era conocido. Sea con la nariz rota o el ojo moreteado, nadie lo había derribado. No podía explicarse lo que sucedió recién.
Atravesó el campamento y llegó a la zona de Blocks: precarios edificios donde la gente tiene pequeñas piezas. Rodeó uno, subió por una escalera y abrió con llaves una reja con candado y una puerta. Entró a un cuarto diminuto con una mesa y dos sillas. Sonrió, contento como siempre de tener un lugar al cual llegar. Preparó la mesa para dos y se tiró a la cama. Sacó de la mochila el aparato para chatear. Con él se comunicaba con sus amigos, jugaba videojuegos, sacaba fotos y más; era el último y más moderno de su generación.
En unas horas escuchó que abrían. Bajó y se encontró con una señora morena de cabello canoso. Llevaba el cabello tomado en cola y tenía una camisa con logos de un supermercado, los mismos bordados en su pantalón y corbata.
-¿Cómo te fue hoy, mamá?
-Bien, hijo. Todo bien.
La mujer dejó su cartera en la silla y ambos se sentaron a cenar.
-Y mañana es el gran viaje -dijo ella.
-Así es.
-¿Cómo te sientes con eso?
-Todo bien.
-¡Qué bueno que comprendas! Te encantará. El campo es otro mundo. Aprenderás mucho de tus abuelos.
Miguel sonrió con ironía y siguió comiendo. No tenía que responder porque nadie le enseñaría nada. Él sabía cómo era la vida fuera del hogar. Se recordaba siendo niño emigrando con su madre de pensión en pensión. Ella trabajaba de auxiliar de aseo y él asistía al jardín de infantes. Al terminar, se juntaban en el parque y vendían comidas vegetarianas que ella preparaba. En vacaciones, Miguel se quedaba en casa el día jugando con amigos del barrio. Su vida continuó así hasta los nueve años, una tarde de verano que jugaban a las bombas de agua. Miguel advirtió que los adolescentes de la población saltaban la cerca de un edificio abandonado. Llamó a los demás para que los siguieran, y solo fueron dos huérfanos de la calle. Camuflados a la sombra de enormes paredes, los grandes les enseñaron a los pequeños a beber alcohol. Desde entonces olvidó los juegos de niños; lo infantil le provocaba desprecio. Comenzó a asistir a los encuentros con los más grandes y aprender de ellos la rudeza de la calle. Vivió el peligro de la noche, las peleas de botellas rotas y navajas, y adoptó el lenguaje desafiante. A Miguel nadie le venía con cuentos.
Madre e hijo terminaron de cenar. La mujer se levantó y retiró la loza.
-Yo lavaré esto -le dijo-. Arma tu bolso y duerme. ¡Mañana despertaremos muy temprano!
Miguel subió a la pieza y guardó su ropa en una mochila montañera. Apagó la luz y se acostó a dormir.
Comenzó a soñar.
Era un cóndor.


(AMULEAY...)

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