"hijo de dos sangres enemigas (...) Contra todos deberás
luchar y tu lucha será triste porque pelearás contra una parte de tu propia
sangre (...) tú eres mi única herencia."
-Los Reinos Originarios. Carlos Fuentes-.
Kiñe troy: vacaciones.
Se
aprestaba a su destino a la velocidad del relámpago. Azotó las riendas y el
caballo aceleró. Desde los árboles, bajo la maleza, figuras sombrías vigilaban
con ojos sedientos de sangre. Saltaban gritando como bestias, y él daba espadazos
a diestra y siniestra con movimientos que destellaban. Azotó las riendas una
vez más. Arroyaba con la espesura, atravesando el bosque como un relámpago
afilado. Quedaba poco tiempo.
-¡Ahora
sí! -susurró.
-Ahora
sí, ¿qué?
Todo
el mundo se congeló. Había apretado el botón de pausa, esperando que el
profesor no se percatara.
-¿Qué
haces, Diego?
-Nada...
-Enseña
lo que tienes en las manos.
Diego
levantó el aparato y el profesor se lo quitó. Lo expuso toda la clase.
-¡Miren
al niñito jugando mariobros!
Todos
estallaron en carcajadas. El profesor se giró hacia Diego.
-Tienes
doce años -le dijo-. Ya estás dejando de ser un niño. Empieza a relacionarte
menos con pantallas y más con personas.
El
viejo bufó y continuó la clase. Los compañeros aprovecharon la distracción y le
dieron a Diego unos palmetazos en la cabeza. Al otro extremo de la sala, Miguel
observó cómo su amigo agachaba la mirada.
La
última hora escolar del año transcurría a la velocidad del caracol. Ese día
Miguel no quería ir, pero correspondía. El calor del mediodía sofocaba la
ciudad y los chicos bajo el uniforme se ahogaban. Cuando tocaron la campana ninguno
reprimió su alegría; gritos, saltos, cuadernos y mochilas volando. Comenzaban
las vacaciones.
-Hasta
la próxima -dijo el profesor-. Y aprovechen su tiempo.
-¡Chao,
profe! ¡jajaja!
La
tropa de chicos salió corriendo de la sala. Miguel se encontró afuera con
Gabriel.
-¡Qué
tal, Migue!
-Feliz.
Por fin vacaciones.
En
ese instante los dos oyeron gritos de burlas. Vieron un grupo de chicos formados
en círculo y se acercaron. En medio estaba Diego, llevado por empujones de un
lado a otro.
-¡Mira,
va a llorar! ¡Jajaja! ¡Va a llorar!
-¡Jajaja!
¡Hasta los viejos se ríen de ti en clase!
Miguel
se abrió paso apartando a la gente y se ubicó en el centro del círculo. Miró a
todos los ojos desafiantes. Todos callaron.
-Diego,
levanta la cabeza -le dijo-. Vamos.
Salieron
del círculo y caminaron. Bajaron al patio central.
-¿Hasta
cuándo dejarás que esos pelmazos te molesten?
-Son
muchos... no puedo contra todos juntos...
-Entonces
pégale a uno. ¡Defiéndete!
-Saltan
dos más a pegarme.
-¡Entonces
sigue pegándole!
Diego
asintió. Miguel sonrió y le puso una mano en el hombro.
-Último
día, nadie se enoja.
-Chicos
-dijo Gabriel-, tengo que ir a cuidar a mi hermanita.
-Muy
bien. Vámonos.
Cruzaron
el patio central y salieron por la reja de la escuela. En la calle los autos
pasaban relampagueando. El pavimento ardía bajo los pies y el sol resplandecía
tras una nube gigante de contaminación que cubría el cielo entero. Los
muchachos caminaron al paradero y subieron a uno de los muchos microbuses
llenos de gente.
-¿Qué
harán estas vacaciones? -preguntó Gabriel.
-Yo
iré al campo de mis abuelos -dijo Miguel.
-¿El
campo? ¡Pff! ¡Aburrido!
-No
tengo otra opción.
El
bus avanzó por calles repletas de autos. Los edificios se alzaban como gigantes
de cemento que tapaban el cielo. Las bocinas no dejaban de chillar y los
muchachos apenas respiraban entre tanto oficinista. En una hora, el bus salió
del centro de la ciudad para ir a una zona de poblaciones: allí las calles
estaban más libres y las casas formaban horizontes de tejados. Miguel llegó a su
parada y presionó el botón de detención. Se despidió de Gabriel y bajó con
Diego.
-¿Cuándo
te vas? -preguntó Diego, cuando el bus ya se iba.
-Mañana
en la madrugada.
-Bueno,
que te vaya bien.
-Gracias.
Tú también cuídate, ¡y no te dejes!
Diego
se alejó por la acera. Miguel dio media vuelta y bajó a la calzada para
atravesar la calle.
Y
entonces ocurrió.
Ante
Miguel apareció una muchacha vestida de un largo traje negro. De su pecho
colgaban adornos de plata destellantes. Llevaba en la cabeza un pañuelo con
cintas de colores y en la frente un cintillo de plata.
Iba
descalza.
Miguel
arrugó una ceja. La muchacha alzó la mano delante y un viento impetuoso sopló
de ella y lo empujo. Él salió disparado hacia atrás, tropezó con la acera y
cayó de espalda. Levantó la cabeza, dispuesto a retar a la chica, pero no la vio
más. Frente a él pasaba un caballo blanco llevando a un jinete de túnica blanca
y casco dorado. Sus piernas ibas revestidas de botas de oro. Miguel advirtió
que el jinete lo miró tras la capucha y siguió la carrera por la calzada,
desvaneciéndose en el aire.
-¡Miguel!
-dijo Diego, corriendo hacia él-. ¿Estás bien?
Miguel
movía los labios pero no le salía la voz.
-¡Oye!
¡Qué pasa!
Miguel
sacudió la cabeza y lo miró extrañado.
-¿¡Viste
eso!? -exclamó.
-¿Qué
cosa?
-¡La
chica! ¡El jinete!
Diego
observó la calle de un lado a otro.
-No...
no hay nada...
-¡No
puede ser!
Se
levantó de un salto y bajó a la calzada. Miró a todos lados, buscó huellas,
alguna cinta de color. No encontró nada. Solo estaban ellos y el paradero.
-No
puedo creerlo -dijo Miguel-. Lo vi, lo sentí...
-¿Qué
viste?
Miguel
negó con la cabeza y miró a su amigo.
-Nada.
-Pero,
¿estás bien?
-Sí,
tranquilo -dijo, dubitativo-. Mejor me voy. Nos vemos.
Miguel
cruzó la calle y se internó en una población.
Los perros tras las cercas ladraban a todos los que pasaban. Los gatos sobre
los tejados vigilaban con cautela. Algunas personas barrían el antejardín o
regaban sus plantas. Un grupo de niños jugaba persiguiendo una pelota. Miguel
salió de la población por un camino de tierra y llegó a una zona desértica
repleta de mediaguas de lata. Aunque las miserables casas le dieran algo de
pena, siempre tomaba ese atajo. Pensaba que ir por otro lado sería negar su
realidad. De los cerros de basura escapaba un hedor podrido. Lo perros
esqueléticos se peleaban los restos de comida. Las ventanas de nailon no aislaban
los gritos familiares, la loza quebrándose en las paredes y los llantos de
mujeres y niños. Miguel sabía que la única comida que tendrían sería el pan con
azúcar y el arroz encebollado.
Sin
embargo, ese día la mente de Miguel estaba en otro lado.
La chica, el caballo, el jinete,
pensaba. Fue muy real. No pudo ser una
ilusión.
Creía
aún sentir el poderoso viento. No se explicaba cómo lo habían proyectado con
tanta fuerza. La vez que más se le pareció fue en quinto básico, cuando
enfrentó a dos matones de octavo. Después de repartirse puñetazos toda la tarde,
uno de los chicos tacleó a Miguel y lo arrojó contra una muralla. Él se levantó
y le dio un puntapié en el mentón que tiró al enemigo al suelo. Esa fue la vez
que se corrió la voz del muchacho que sostenía largas peleas con gente de
cursos mayores. Miguel impuso temor y admiración en la escuela. En la población
su nombre ya era conocido. Sea con la nariz rota o el ojo moreteado, nadie lo
había derribado. No podía explicarse lo que sucedió recién.
Atravesó
el campamento y llegó a la zona de Blocks: precarios edificios donde la gente
tiene pequeñas piezas. Rodeó uno, subió por una escalera y abrió con llaves una
reja con candado y una puerta. Entró a un cuarto diminuto con una mesa y dos
sillas. Sonrió, contento como siempre de tener un lugar al cual llegar. Preparó
la mesa para dos y se tiró a la cama. Sacó de la mochila el aparato para
chatear. Con él se comunicaba con sus amigos, jugaba videojuegos, sacaba fotos
y más; era el último y más moderno de su generación.
En
unas horas escuchó que abrían. Bajó y se encontró con una señora morena de
cabello canoso. Llevaba el cabello tomado en cola y tenía una camisa con logos
de un supermercado, los mismos bordados en su pantalón y corbata.
-¿Cómo
te fue hoy, mamá?
-Bien,
hijo. Todo bien.
La
mujer dejó su cartera en la silla y ambos se sentaron a cenar.
-Y
mañana es el gran viaje -dijo ella.
-Así
es.
-¿Cómo
te sientes con eso?
-Todo
bien.
-¡Qué
bueno que comprendas! Te encantará. El campo es otro mundo. Aprenderás mucho de
tus abuelos.
Miguel
sonrió con ironía y siguió comiendo. No tenía que responder porque nadie le
enseñaría nada. Él sabía cómo era la vida fuera del hogar. Se recordaba siendo
niño emigrando con su madre de pensión en pensión. Ella trabajaba de auxiliar
de aseo y él asistía al jardín de infantes. Al terminar, se juntaban en el
parque y vendían comidas vegetarianas que ella preparaba. En vacaciones, Miguel
se quedaba en casa el día jugando con amigos del barrio. Su vida continuó así hasta
los nueve años, una tarde de verano que jugaban a las bombas de agua. Miguel
advirtió que los adolescentes de la población saltaban la cerca de un edificio
abandonado. Llamó a los demás para que los siguieran, y solo fueron dos
huérfanos de la calle. Camuflados a la sombra de enormes paredes, los grandes
les enseñaron a los pequeños a beber alcohol. Desde entonces olvidó los juegos
de niños; lo infantil le provocaba desprecio. Comenzó a asistir a los
encuentros con los más grandes y aprender de ellos la rudeza de la calle. Vivió
el peligro de la noche, las peleas de botellas rotas y navajas, y adoptó el
lenguaje desafiante. A Miguel nadie le venía con cuentos.
Madre
e hijo terminaron de cenar. La mujer se levantó y retiró la loza.
-Yo
lavaré esto -le dijo-. Arma tu bolso y duerme. ¡Mañana despertaremos muy
temprano!
Miguel
subió a la pieza y guardó su ropa en una mochila montañera. Apagó la luz y se
acostó a dormir.
Comenzó
a soñar.
Era
un cóndor.
(AMULEAY...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario